Invenciones. La loca de las flores


Creo que estas historias estarán bien aunque sean invenciones, y recalco lo de invenciones, porque solamente un friky creería lo contrario.

Esta historia en concreto se remonta a algún año de la década de 1930 en el antiguo Siglo XX. Lo lamento pero las leyendas que han caído en mis manos no llegan a precisar más en cuanto a la fecha del suceso. En los Jardines del Real de Valencia entrando por la parte más cercana al cauce viejo del río Turia nos encontramos con dos bancos de piedra clara, de superficie como de queso de pequeños agujeros que están colocados uno enfrente del otro en un caminito con tramos de césped y setos a diestro y siniestro. Son alargados y actualmente su estado es algo grisáceo debido al paso del tiempo, tonalidad que se nota sobre todo en un relieve rectangular que tienen dibujado en el respaldo, además algunos líquenes han crecido en el interior de los agujerillos de su superficie. Pero claro, no siempre han estado así. Hacia 1930 cuando se inauguraron resplandecían y parecía que daban la bienvenida a los diversos visitantes de los Jardines ya que se encontraban justo a la entrada y eso no a variado en años.

En la Plaza Cánovas del Castillo vivía un Doctor de nombre Martí que tenía una única hija de nombre Ana. Ana era una preciosidad de mujer y era de una inteligencia envidiable. Su padre estaba muy orgulloso de ella con motivo. Había conseguido recientemente un trabajo como Secretaria en una Gestoría de la Calle del Mar porque a pesar de su gran inteligencia tenía que empezar por abajo dada la época en la que le había tocado vivir para no ir intimidando al género masculino. El buen Doctor ya le había contado a toda su consulta, a todo el Ateneo del que era socio, a la Barbería a la que iba usualmente, y a todos los amigos que tenía por aquel entonces el actual estatus profesional de su hija Ana añadiendo lo guapa e inteligente que era. Pero las lenguas hablan, el viento sopla y el río suena. Un día llegó a casa Ana medio bailoteando diciendo que había llegado a la Gestoría un mensajero con un ramo de claveles para ella. El ramo estaba profusamente adornado y tenía una nota sin nombre en la que le pedían con unos versos un tanto enigmáticos que acudiera a los Jardines del Real a las 7:20 de la tarde a uno de los bancos de la parte del río. Lo había hablado con su amiga Nelly (con 2 “eles”) y pese a lo misterioso que resultaba el mensaje las dos creían que debía acudir a la cita. Desde luego el Doctor no las tenía todas consigo pero nunca había podido decirle que no a su hija quien ya veía a su presunto pretendiente con los rasgos agigantados de un apuesto y gentil caballero, así que se calló lo que pensaba y como se dice por ahí puso al mal tiempo buena cara. Apenas eran las 7:10 cuando Ana ya estaba senada en el banco de los Jardines del Real. Desde luego habría de esperar. Era buena hora y había bastante gente en los Jardines, pero como los bancos no estaban en una entrada principal las personas que caminaban por esa zona en concreto no eran tantas. A decir verdad, Ana estaba en su banco sola y el de enfrente se encontraba desocupado. Estaba muy guapa, se había pintado cuidadosamente para la ocasión y por otra parte sabía que tenía un cabello que era la envidia de sus amigas, Nelly incluida quien exhibía una mata de pelo pelirrojo que daba gusto verlo. Pero aún con esa pequeña dosis de confianza estaba nerviosa y no dejaba de toquetear el bolso de mano que le había regalado su padre en la Graduación. El tiempo corría y pronto dio la hora. Ana se preguntaba qué podía haber pasado. Se retorcía las manos, se mordisqueaba los labios, y ya estaba a punto de levantarse para ver si es que se había equivocado de banco y él estaba esperándola en otro, cuando alzó la mirada y cual no sería su sorpresa al ver a un joven caballero moreno con pequeñas gafas oscuras y sombrero hongo color crema sentado en el banco de enfrente mirando en su dirección de forma turbadoramente intensa. Ana no sabía qué hacer. Si sería él o no. No decía nada, ¿acaso era mudo? haberle enviado esas flores, hacerle esperar horas enteras, y luego ni chistar. O no era él … pero quedarse ahí mirando. Al final no pudo más y se lanzó. No sería de chicas honestas pero así acabaría ya de una, que su bolso más parecía un tirabuzón de tanto retorcerlo. Recorrió el caminito a lo ancho y se sentó en el mismo banco que el joven. Un poco a trompicones comenzaron a hablar, al principio solamente de sitios comunes que habían visitado y de personas que conocían ambos. Resultó que no había mucho misterio en que el joven se hubiera interesado por Ana. Él le hizo notar galantemente sus muchas virtudes y dijo simplemente haber sabido de ella a través del Ateneo. No sabría decir si el conocer este hecho le causó a Ana satisfacción porque él creía que ella era hermosa e inteligente o decepción porque no había ningún misterio detrás de Pedro, que así se llamaba el caballero. Cuando llegaron a lo personal, Ana se enteró que Pedro era viudo pese a su juventud, aunque en su matrimonio no había tenido hijos. Que trabajaba de Pasante en un Despacho de Abogados de la Gran Vía y pagaba el alquiler de un piso compartido con un estudiante de Empresariales cerca de la Calle de la Nave. Y finalmente que sus padres lo habían enviado a Valencia desde Valladolid de donde Pedro era oriundo. A Ana Pedro le parecía una persona muy agradable y decidió contarle sus sueños y pequeños deseos. Le confió que su sueño profesional sería entrar en un gran Ministerio e iniciar una carrera como funcionaria a nivel jurídico donde pudiese escalar puestos internamente y donde pudiese asimismo obtener una seguridad laboral suficiente. Pedro quedó prendado de la clarividencia de Ana y, bueno, Ana quedó prendada de Pedro. Pero justo en ese instante en que ambos se quedaron mirándose como dos bobalicones, Ana vio … a través de Pedro, cómo éste se difuminaba poco a poco quedando en su lugar en estanque de los patos. Se quedó patidifusa, como las estatuas que se veían de vez en cuando en los Jardines. Tiempo después no sabría decir cuánto tardó en levantarse del banco, lo que sí estaba claro es que u vigilante le dijo amablemente que debía salir porque ya iban a cerrar. Cuando el vigilante le tocó suavemente en el hombro para llamar su atención, Ana se sobresaltó como si hubiese visto a un fantasma y el vigilante se la quedó mirando con una expresión muy extraña, como si en su cara se hubiese impreso un rictus de incomprensión y hubiera envejecido unos diez años.
A partir de ese día a Ana le costaba concentrarse en el trabajo, se volvió taciturna y se hizo malhumorada, cuidaba mal de su apariencia y perdió las amistades que tenía, incluso Nelly la abandonó, y finalmente la despidieron. Su padre el Doctor simplemente falleció ya que era muy mayor, pero logró dejarle un pequeño legado en herencia que recibía mensualmente y que lo gestionaban los Abogados de su padre. Desde luego ella fue a la Calle de la Nave y allí tuvo una suerte relativa al preguntar por un joven caballero de nombre Pedro y con su descripción. Había en esa calle un bar llamado Casa Boro y cuando preguntó reconocieron al joven aunque lo único que hicieron fue reírse y cuando contó su historia le llamaron la loca de las flores. Explicaron que Pedro hacía años que había fallecido en un gran incendio que consumió hasta los rescoldos del edificio en que vivía, y le señalaron un edificio a punto de venirse abajo con lo que quedaba de las paredes ennegrecidas y todo lleno de cascotes. 

Banco de los Jardines del Real donde se sentó Ana