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miércoles, febrero 19, 2020

Invenciones. Mis diapositivas del día


Esta es la segunda historia que escribo y vuelvo a decir que solo son invenciones que hago para pasar el rato. Esta comienza así:

Estaba en la taquilla del Cine Merp de Valencia. O como yo lo llamaba mi ración de diapositivas del día. Me llamo Sara y actualmente tengo 36 años. Vine de siendo joven a Valencia cuando tenía 21 desde una población cercana a Cuenca a ver cómo se me daba en la costa, encontré unos amigos que vivían por la zona del Mercado del Cabanyal que me contaron que buscaban gente para trabajar en las taquillas del Cine Merp, el de la Calle José Benlliure y aquí estoy vendiendo billetes sin parar. Se trataba de un trabajo un tanto monótono: una sucesión de rostros, unos alegres, otros indiferentes desfilaban ante mi taquilla. Había días de lluvia y entonces se formaban colas largas como un día sin pan, la gente iba toda embutida en sus abrigos, la mayoría chavales que venían a ver a su superhéroe favorito. Y había días soleados, los más, y entonces apenas se formaba cola porque el ritmo que seguía la multitud era mucho más fluido. Las personas solían acudir al cine esos días mucho más informalmente vestidas. Por ejemplo, en pantalón corto y mangas de camisa, e incluso haciendo piruetas con un monopatín para intentar impresionar a alguna chica.

A mí me impresionaron el 21 de Junio de 2012, recordaré toda la vida esa fecha. Al principio solo me llevé un susto de muerte porque oí y sentí un golpetazo muy fuerte en mi taquilla. Había dormido poco y hacía el trabajo mecánicamente, así que cuando ocurrió di un salto en el sitio y me quedé con cara de haberme despertado en ese momento en un lugar extraño con demasiada luz y estar acostumbrándome a ella. Asomé mi cara a la ventanilla de la taquilla y vi que el golpe lo había dado un chico que se había resbalado contra ella y se apoyó de cintura para arriba en el mostrador de compra de billetes. Las taquillas del cine estaban hechas de esa especie de cristal que no es cristal sino un plástico duro que cuando se llevan un golpe por pequeño que sea se queda bamboleando como un flan un buen rato, y en aquella ocasión no se llevó un golpecito sino un señor golpe que sonó hasta en Katmandu, de manera que los oídos aún me silbaban bastante tiempo después de haber pasado lo del encontronazo. Entonces miré mejor y me di cuenta que el joven tenía unos 24 años, el cabello moreno y unos ojazos avellana brillantes que miraban todo con curiosidad infantil como si lo vieran por vez primera y que iba levantando despacio la cabeza de entre sus brazos doblados en el mostrador de mi taquilla con el pelo ligeramente mojado, parecía haber llegado prácticamente sin aliento y cuando por fin pudo hablar lo hizo mostrando una sonrisa de oreja a oreja, cosa que le resaltaba un hoyuelo muy coqueto en la parte superior de la barbilla. Me pidió dos entradas para ver la película de Patton que hacían esa tarde. ¿Qué cuánto costaban? Se lo dije y entonces ocurrió algo muy curioso, o no tanto aunque sí lo fue mi reacción. Me invitó a ver la película con él. Naturalmente el Reglamento del cine es claro respecto a confraternizar los empleados con los clientes del cine y nos habían puesto un cartel especificando ese Reglamento junto a las taquillas. A mi ya me habían hecho alguna vez eso de invitarme a ver una película y solamente hube de indicar con una dedo el cartel del Reglamento para salir del apuro, pero es que esa vez no deseaba hacerlo y además el chaval estaba como quería el puñetero. Y además el trabajo no era gran cosa y si me echaban seguro que salía otra cosa, aparte de eso no creía que fuese a tener muchos problemas por ese lado porque me había enterado hacía nada que los problemas los tenían los de la Agencia contratada por el Cine para encontrar gente para atender las taquillas. Por eso dije que sí a lo de ver la película. Durante el pase de la cinta el chaval fue todo mieles y amabilidades: levantándome la base de los asientos del cine para que pasase delante suyo, comprándome refrescos y chuches antes de que comenzase la película, me parecía algo cursi, pero en fin … solo faltaba que me susurrara que cerrase los ojos en las escenas de miedo, diciéndome que volviera a abrirlos al finalizar las escenas, pero que las escenas no hubiesen acabado del todo cuando los abriera y claro, susto al canto, me terminase enfadando con él y, venga, no te enfades conmigo que no ha sido nada cariño, amor, mua, mua, y etc, etc, etc. Pero bueno, de esa forma consiguió que le diese el número de mi móvil después de ver la película de forma agradable. A la mañana siguiente terminaba de asearme y me llaman al móvil, miro la pantalla y es un número que no conozco para nada, contesto, y es un chico que pregunta por Sara que trabaja en un teatro, digo que efectivamente soy yo y se presenta como Adolfo, que hacía tiempo que se había fijado en mi pero que es algo tímido y no terminaba de decidirse, que si me interesaría que nos conociésemos mejor, al principio sin mucho compromiso. Así que quedamos.

Fuimos a ver una peli y a dar un paseo, lo típico. Pasamos una tarde agradable, al menos yo y luego ya nos despedimos. Pero entonces comenzaron las llamadas a todas horas, que si le echaba de menos, que si pensaba en él, que qué llevaba puesto, que si nos veríamos pronto de nuevo ….. vamos que no había manera de quitármelo de encima. Consulté con una amiga del trabajo a quien le hube de contar la historia de Adolfo de Pe a Pa porque no se lo había dicho a nadie. Era una chica bastante rara por decirlo suavemente. Tenía tatuada media cara como si fuera una máscara de una guerrera celta. Y luego a lo largo del brazo derecho llevaba grabados toda una ristra de símbolos rúnicos y en el izquierdo el extraño dibujo de un gato. De vez en cuando, iba a buscarla al trabajo un motorista todo enfundado de negro. Me escuchó atentamente y cuando acabé me volvió a preguntar qué sabía realmente de ese chico. Me puse a pensar y hube de reconocer que solo sabía de Adolfo, que se llamaba así y su número de móvil, y el de mi pues mi nombre y mi número, porque ni yo había ido a su casa ni él había venido a la mía, todos nuestros contactos se producían en el cine. Hizo una llamada y al final me dijo un tanto enigmáticamente que con el nombre bastaba. En esa época habían inaugurado unos jardines en el río y los primeros días ponían ciertos tenderetes temáticos en los que vendían artículos de época. Al ser los primeros días, estaba de gente hasta los topes y nos pareció un buen lugar para quedar con Adolfo sin que me sintiera intranquila. Cuando llegué, me di cuenta que no había tanta gente como yo creía. Los jardines estaban separados por secciones y en algunas de ellas no había mucho personal. Habíamos quedado en una fuente del jardín amplia, baja y de aspecto circular. Creía haber llegado tarde pero no vi ni rastro de Adolfo por ningún lado. Fueron pasando los minutos y nada, media hora y nada de nada. Hasta que lo vi. Recuerdo que lo que me llamó la atención por vez primera del encontronazo de Adolfo con mi taquilla fue el color de sus ojos avellana brillante. Cuando se me ocurrió mirar al otro lado de la fuente, vi a un gato rallado con unos ojos avellana brillante que JURO que me miraban de forma suplicante.

Ahora tengo al gato rallado a mis pies mientras escribo esto. Y otra cosa, no puedo dejar de recordar el tatuaje en forma de gato de mi “amiga” en su brazo izquierdo.

Joder, ahora que pienso también tiene mi nombre.

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