Esta
es la segunda historia que escribo y vuelvo a decir que solo son
invenciones que hago para pasar el rato. Esta comienza así:
Estaba
en la taquilla del Cine Merp de Valencia. O como yo lo llamaba mi
ración de diapositivas del día.
Me llamo Sara
y actualmente tengo
36 años. Vine
de siendo
joven a Valencia cuando
tenía
21 desde
una población cercana
a
Cuenca a ver cómo se me daba
en la costa, encontré unos
amigos que vivían por la
zona del Mercado del Cabanyal que
me contaron que buscaban gente para
trabajar en las
taquillas del Cine
Merp, el de la Calle José Benlliure y
aquí estoy
vendiendo
billetes sin parar.
Se trataba de
un trabajo un tanto monótono: una sucesión de rostros, unos
alegres, otros indiferentes desfilaban
ante mi taquilla. Había
días de lluvia y entonces se formaban
colas largas como un día sin
pan, la gente iba
toda embutida en sus abrigos, la
mayoría chavales
que venían
a ver a su superhéroe favorito.
Y había
días soleados, los más, y
entonces apenas se formaba
cola porque el ritmo que
seguía
la multitud
era
mucho más fluido. Las
personas solían
acudir al cine esos días mucho más informalmente vestidas. Por
ejemplo, en pantalón corto y mangas de camisa, e incluso haciendo
piruetas con un monopatín para
intentar impresionar a alguna chica.
A
mí me impresionaron el 21 de
Junio de 2012,
recordaré toda la vida esa fecha. Al
principio solo me llevé un susto de muerte porque oí
y sentí un golpetazo muy
fuerte en mi
taquilla. Había dormido poco
y hacía el trabajo mecánicamente, así que cuando ocurrió di un
salto en el sitio y me quedé con cara de haberme despertado en ese
momento en un lugar extraño con demasiada luz y estar
acostumbrándome a ella. Asomé mi cara a la ventanilla de la
taquilla y vi que el golpe lo había dado un chico que se había
resbalado contra ella y se
apoyó de cintura para arriba en
el mostrador de compra de billetes.
Las taquillas del cine estaban hechas de esa especie de cristal que
no es cristal sino un
plástico duro que cuando se
llevan un golpe por pequeño que sea se queda bamboleando
como un flan un buen rato, y en aquella ocasión no se llevó un
golpecito sino un señor golpe que sonó hasta en Katmandu, de
manera que los oídos aún me silbaban
bastante tiempo después de haber pasado lo del encontronazo.
Entonces miré mejor y me
di cuenta que el joven tenía
unos 24
años, el cabello moreno y unos
ojazos
avellana brillantes que
miraban todo con curiosidad infantil como
si lo vieran
por vez primera y
que iba
levantando despacio la cabeza
de entre sus
brazos doblados en el
mostrador de mi taquilla con
el pelo ligeramente mojado, parecía haber
llegado prácticamente sin
aliento y cuando
por fin pudo hablar lo hizo mostrando una sonrisa de oreja a oreja,
cosa que le resaltaba un
hoyuelo muy coqueto en la parte superior de la barbilla. Me
pidió dos entradas para ver la película de Patton que hacían esa
tarde. ¿Qué cuánto costaban? Se lo dije y entonces ocurrió algo
muy curioso,
o no tanto aunque sí lo fue mi reacción. Me invitó a ver la
película con él. Naturalmente el Reglamento del cine es
claro respecto a confraternizar los empleados con los clientes del
cine y nos habían puesto un
cartel especificando ese Reglamento junto a las taquillas. A mi ya me
habían hecho alguna vez eso de invitarme a ver una película y
solamente hube de indicar con una dedo
el cartel del Reglamento para
salir del apuro, pero es que esa vez no deseaba hacerlo y
además el chaval estaba como quería el puñetero.
Y además
el trabajo no era gran cosa y
si me echaban seguro que salía otra cosa, aparte
de eso no creía que fuese a tener muchos problemas por ese lado
porque me había enterado hacía nada que los problemas los tenían
los de la Agencia contratada
por el Cine para encontrar
gente para atender las
taquillas. Por
eso dije que sí a lo de ver la película. Durante
el pase de la cinta el chaval
fue todo mieles y
amabilidades: levantándome la base de los asientos del cine para que
pasase delante suyo,
comprándome refrescos y chuches antes de que comenzase la película,
me parecía algo cursi, pero
en fin … solo faltaba que me susurrara que cerrase los ojos en las
escenas de miedo, diciéndome
que volviera a abrirlos al finalizar las escenas, pero que las
escenas no hubiesen acabado del todo cuando los abriera y claro,
susto al canto, me terminase
enfadando
con él y, venga, no te
enfades conmigo que no ha
sido nada cariño, amor, mua,
mua, y etc, etc, etc. Pero
bueno,
de esa forma consiguió que le diese el número de mi móvil después
de ver la película de forma agradable.
A la mañana siguiente
terminaba de asearme y me llaman al móvil, miro la pantalla y es un
número que no conozco para nada, contesto, y es un chico
que pregunta por Sara que
trabaja en un teatro, digo que efectivamente soy yo y se presenta
como Adolfo, que hacía
tiempo que se había fijado en mi pero que es algo tímido y no
terminaba de decidirse, que si me interesaría que nos conociésemos
mejor, al principio sin mucho
compromiso. Así
que quedamos.
Fuimos
a ver una peli y a dar un paseo, lo típico. Pasamos una tarde
agradable, al menos yo y luego ya nos despedimos. Pero entonces
comenzaron las llamadas a todas horas, que si le echaba de menos, que
si pensaba en él, que qué llevaba puesto, que si nos veríamos
pronto de nuevo ….. vamos que no había
manera de quitármelo de encima.
Consulté con una amiga del
trabajo a quien le hube de contar la historia de Adolfo de Pe a Pa
porque no se lo había dicho a nadie. Era
una chica bastante rara por decirlo suavemente. Tenía
tatuada media cara como si fuera una máscara de una guerrera celta.
Y luego a lo largo del brazo derecho
llevaba grabados toda una ristra de símbolos rúnicos y
en el izquierdo el extraño dibujo de un gato.
De vez en cuando, iba a buscarla al trabajo un motorista todo
enfundado de negro. Me
escuchó atentamente y cuando acabé me volvió a preguntar qué
sabía realmente de ese chico. Me puse a pensar y hube de reconocer
que solo sabía de Adolfo,
que se llamaba así y su número de móvil, y el de mi pues mi nombre
y mi número, porque ni yo había ido a su casa ni él había venido
a la mía, todos nuestros contactos se producían en el cine. Hizo
una llamada y al final me dijo un tanto enigmáticamente que con el
nombre bastaba. En esa época
habían inaugurado unos jardines en el río y los primeros días
ponían ciertos tenderetes temáticos en los que vendían artículos
de época. Al ser los primeros días, estaba de gente hasta los topes
y nos pareció un buen lugar
para quedar con Adolfo sin que me sintiera intranquila. Cuando
llegué, me di cuenta que no había tanta gente como yo creía. Los
jardines estaban separados por secciones y en algunas de ellas no
había mucho personal. Habíamos quedado en una fuente del jardín
amplia, baja y de aspecto circular. Creía haber llegado tarde pero
no vi ni rastro de Adolfo por ningún lado. Fueron pasando los
minutos y nada, media hora y nada de nada. Hasta que lo vi. Recuerdo
que lo que me llamó la atención por vez primera del encontronazo de
Adolfo con mi taquilla fue el color de sus ojos avellana brillante.
Cuando se me ocurrió mirar al otro lado de la fuente, vi a un gato
rallado con unos ojos avellana brillante que
JURO que me miraban de forma suplicante.
Ahora
tengo al gato rallado a mis pies mientras escribo esto. Y otra cosa,
no puedo dejar de recordar el tatuaje en forma de gato de mi “amiga”
en su brazo izquierdo.
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