Leche merengada y clóxinas

 

Fue una mañana muy bastante agobiante, podíamos decir que en el ambiente se respiraba (cuando se podía respirar a través de las puñeteras mascaretes) el “caloret de la Rita” elevado al cubo. Me habían encargado que comprase algunas clóxinas de la playa, porque parece ser que a la persona que me lo encargó le gustan más las de allí que las que se compran en otro lado. Me encargó que le comprase unas clóxinas y unas gambas, y además un poco de leche merengada con azúcar pero sin canela. Volvía yo con ese encargo bastante específico, haciendo cabriolas y cambiando de derecha a izquierda para que me diese la sombra y no se derritiera demasiado la leche merengada que llevaba congelada en una tarrina y ésta dentro de una bolsa. Que se derritiesen las gambas o las clóxinas no me preocupaba demasiado por razones obvias, pero de la leche merengada no estaba tan seguro. Bueno, iba yo andando que te andarás, bailando una lambada con mi sombra cuando mis cansados y marchitos ojos tuvieron a bien contemplar la estilizada figura de una mujer que caminaba delante de mí. Era una mujer probablemente de algún país africano de las que se visten con vivos colores, y ropajes amplios (me refiero a largas y finas faldas y una especie de pañuelos. Pero además, esa mujer llevaba una cajita (como de bombones) en la cabeza en perfecto equilibrio. Desde luego, dada la pequeñez del objeto, pudiera ser que fuese un simple adorno, algo cultural. Pero si no es así, menuda técnica que se gastaba la chica. Porque, eso puedo jurarlo por las 9.999 estancias de la Ciudad Prohibida de Beijing, aparte del bamboleo normal que hacemos todos al caminar ese objeto no se movía prácticamente nada, la hipopótama Tueris, el hermafrodita Happi y el enano barbudo Bes son testigos.