Invenciones. Visitante Nocturno

Tercera entrega de invenciones. Hoy tengo un moquillo de narices y nunca mejor dicho, o sea que así lo entretengo.
Todo era quietud y reinaba la oscuridad en los alrededores de la vivienda de Don Andrés Millán Escobedo-Andrade. Ya hacía tiempo que el último habitante de su casa estaba en brazos de Morfeo. Había sido la madre de Don Andrés, Doña Ana, quien como no podía pegar ojo decidió empezar a leer un antiguo librito de poemas que tendría más años que la buena señora. Os habréis fijado en el apellido con un guioncito en medio de Don Andrés, bueno un amigo le había comentado que podía “salvar” el segundo apellido de su madre si le añadía un guión al primero en el Registro, y eso hizo porque Don Andrés adoraba a su progenitora. De repente la tranquilidad de la noche se vio interrumpida por tres golpes secos que resonaron de forma bastante tétrica en la antigua casona. Don Andrés medio soñoliento, haciendo eses por el sueño que no se quitaba de encima y renegando “por lo bajini” acudió a la puerta a ver quien narices llamaba en medio de la noche cuando lo que tocaba era estar en la cama como todo cristiano bien nacido. Lo cierto es que con el atuendo que llevaba puesto no ofrecía un aspecto muy imponente y no creo que sus reconvenciones fuesen a hacer mucha mella al otro lado de la puerta: aparte de sus andares de “beodo” debido al sueño, llevaba el típico gorro de dormir con borla – amarillo y rojo porque era muy patriota – y que le caía descuidadamente ahora a un lado ahora al otro, tenía esos lentes que se llaman de manera tan acertada  “Quevedos” y que no disimulaban en absoluto su bizqueo constante pero podrían darle cierto toque de cierta ilustrada distinción, unas zapatillas planas de color marrón claro que no hacía más que arrastrar por las frías baldosas, un pijama algo ajado que le venía pelín ancho de todos los lados pero que le permitía rascarse dónde y cuándo quería “que para eso estaba en su casa ¡qué demonio!”, y una palmatoria que lo que es alumbrar no es que alumbrase gran cosa y eso que en la tienda le habían dicho que era nada menos que el Faro de Alejandría. Don Andrés se acercó a la puerta y abrió de sopetón. Nunca había sido un cobardica y sino que se lo dijeran a los moros de la Batalla de Tetuan y desde luego el hecho de no ver tres en un burro y restregar las legañas a cada paso que daba ayudaba, ya que la valentía es muchas veces ir hacia lo desconocido medio cegato y a trompicones ignorante de lo que el destino nos reserva pero con la seguridad de que se alcanzará a ese destino. A pesar de todo llegó a vislumbrar la figura de un individuo cuyo sonido se alejaba por la calleja de al lado, pero cuya sombra se iba agrandando fantasmagórica y progresivamente mientras lo hacía. Renegando y clamando por todo lo más sagrado que si su madre lo oyese y menos mal que estaba medio sorda por decirlo de forma suave ..., cerró la puerta dando un portazo, no acertando a cerrar y llevándose un portazo en todos los morros al girarse esta con la inercia. Mirando con sorpresa la puerta, no queriendo creer que un accesorio del mobiliario pudiera devolver un golpe y, pensando en algo negro y peludo y no era un gato ni un osito de peluche precisamente, volvió a dar un portazo esta vez teniendo la precaución de apartarse de la trayectoria de la puerta, precaución innecesaria pues esta vez se cerró con un golpetón, a lo que Don Andrés asintió sonriendo satisfecho del trabajo bien hecho. Ahora el que se giró en redondo fue el mismo Don Andrés, quien haciendo eses volvió arrastrando las zapatillas por las baldosas hasta su habitación. Ya se había tapado con la sábana y dos mantas porque hacía frío y no había tenido ocasión ni de cerrar un poco los ojos, cuando otra vez suenan los tres golpes secos de marras. Y allá va Don Andrés, “seguro que son unos criajos que están medio borrachos y vuelven de la Universidad, es que no tienen consideración con sus mayores, no sé lo que les enseñan hoy en día, en mis tiempos era otra cosa, ojalá volviera Don Leopoldo O’Donnell y Jorís y les enseñase unas cuantas cosas a esa panda de niñatos de tres al cuarto”. Cuando llegó a la puerta de su domicilio mentando a la madre de quien fuera que hubiese llamado o casi olvidando ya por el enfado lo tétrico que antes le había sonado, se paró un momento, solo un momento indeciso cómo sin saber muy bien qué hacer. Y cuando por fin abrió, pues que ya no había nadie … si es que alguna vez lo hubo claro. Bueno, ahora no me voy a alterarme a mi mismo. De forma que Don Andrés en lugar de volver a dormirse a su habitación, se apostó en el recibidor donde estaba la esterilla de gamuza y así aposentaba allí las zapatillas que eran bastante finas y no se helaba los pies. A partir de ese momento Don Andrés comenzó a contar los minutos enumerándolos con los dedos de las manos como si los viese porque todo lo hacía en la oscuridad sin la palmatoria ya que creía irracionalmente que la falta de luz le daría alguna especie de ventaja. Cuando ya había contado veinte minutos volvieron a llamar con tres golpes y esta vez se abalanzó y como un poseso abrió la puerta de un tirón. En esta ocasión sí que le pareció ver más que una simple figura. Antes de desaparecer de nuevo entre la noche creyó ver esta vez el contorno de un rostro casi el de un niño o eso le pareció, con un rostro que reflejaba la palidez mortecina de la luna. Pasaron los días y a ellos les sucedieron los meses, y Don Andrés fue olvidándose del Visitante Nocturno como dieron en llamarle. Un día le comentaron que cerca de allí había un pequeño lago poco frecuentado por cuyas orillas le gustaría pasear. Por la tarde, Don Andrés cogió su chaquetón porque hacía fresco y en la laguna sería aún peor y se fue allá caminando ya que no quedaba lejos. Al llegar le pareció todavía más grande de lo que creía en un principio e interiormente felicitó a quien se lo había recomendado. Ya casi ni recordaba aquella silueta que medio-vislumbró hacía casi un mes en la puerta de su casona. Desde luego, tenía cosas más urgentes ... y mundanas de las que preocuparse. Por ejemplo, la manutención de su madre, no sabía qué haría con esa manutención y dónde residiría ella a partir de entonces. Él no podía quedarse con Doña Ana eternamente aunque lo deseara y desde luego eso era así. Era hijo único y los gastos se le comían. Porque, había que admitirlo, su madre era toda una Señora con mayúsculas. Desde que cumplió los 21 que empezó a trabajar de dependienta en una pastelería, comenzó a abonar una pequeña cuota parroquial para necesitados. A los 30 Doña Ana se casó, hay que decir que un poco tarde, y fue entonces su esposo quien se encargó de esos pagos. Pero desde hace un año que falleció Don Francisco con quien se había casado mi madre, he de ser yo quien responda de esas facturas. No son muy abultadas, pero son constantes, y desde luego no me veo capaz de decirle a mi madre que prescinda de un servicio que probablemente para ella resulta casi necesario según sus creencias. Pero, por otro lado abonar estas facturas de forma periódica resulta sangrante. Tampoco podía pedirle a su prima de Ampurias que le echase una mano, bastante tenía ella … no sabía muy bien qué hac ….. entonces lo vio. Bueno rectifico, vislumbró como un reflejo que parpadeaba y le dañaba la vista. Ese reflejo procedía de un muro a orillas del lago. Conforme se iba acercando se dio cuenta de dos cosas: la primera era simplemente que el reflejo lo producía la luz solar al entrar en contacto con unos azulejos situados en el muro. La segunda cosa de la que se dio cuenta y que le hizo quedarse mirando embobado el muro a saber cuánto tiempo, era que los azulejos representaban casi exactamente la figura del Visitante Nocturno.