Dejamos Es-pa-ña como diría El Gran Wyoming de El Intermedio pero no dejamos los viajes. A los 11 o 12 hice un, eso intermedio en mis visitas al chalet paterno y fui de intercambio a la Pérfida Albion. Curiosamente el único británico de la familia de intercambio era el chico, Vincent Friendlander, su padre vino de Bélgica y su madre de Malta. El padre era el Directivo de un Colegio de las afueras de Londres y la madre la típica Ama de Casa británica que aunque vino de Malta ya se hallaba culinariamente integrada en la cocina de la isla y guisaba los platos ingleses esos que no hay forma de comer, tanto es así que cuando volví, nada más bajar del avión yo iba pidiendo a gritos una tortilla de patatas. Cuando hube aterrizado en Heathrow y acostumbrado a los aeropuertos de aquí todo era salir por unos terminales y entrar por otros, en definitiva me perdí un pelín. La cuestión es que mis padres habían acordado con Mr. Friendlander, el padre de Vincent, que yo iría con una camisa azul, pero en el último momento se me manchó y hube de ir con una rosa. Vamos, que si no llego a leer un cartel con mi nombre que previsoramente puso el hombre paso la noche allí. Porque si en aquel entonces se te ocurría preguntarle a un británico en inglés y hacerlo un poco mal de la mirada que te echaban caías fulminado en el acto, eso si se dignaban mirarte. Cuando por fin nos juntamos todos y nos metimos en coche hacia su casa casi me meo encima del susto. Porque salimos a la carretera por la izquierda con el tráfico en contra y en mi fuero interno creía que nos dábamos contra algún camión o algo por el estilo (ya que evidentemente lo hacen todo al revés de todo el mundo para diferenciarse de la chusma que somos). En el Campus del colegio donde tenía la casa Vincent tan solo pasamos unos días y los restantes nos marchamos a otra casa que tenían en Gales. Mientras aún estábamos en Inglaterra tan solo nos dio tiempo de visitar un campo de frambuesas próximo al Campus en el que ponía, en inglés naturalmente, “cójala Usted mismo”. Para ir a Gales, fuimos por una Carretera estrecha y a campo través que volví a ver años más tarde en Galicia, concretamente en Orense. Ya en Wales me encontré contemplando altas montañas que te rodeaban y te hacían sentir muy pequeño. Contrastaba con el paisaje de Inglaterra donde tan solo había colinas y más colinas y desde la cima de una de ellas el único panorama que podías contemplar era la siguiente colina y así una colina tras otra, la forma de verlas todas era desde el aire. Cuando llegué en mi avión las vi. Además estaba la “fauna”; mientras en Gales había toros y vacas en Inglaterra lo que había era ovejas. Los toros galeses me asombraron. Caminando por los campo y lo confieso, saltándome algún que otro vallado, me topé con unos toros y mi primera impresión fue tener un miedo que te cagas y querer huir rápidamente de allí. Solo que luego me di cuenta que el toro, porque si era vaca era transexual, ni se movía del sitio. Me acerqué a él y, lo juro, empecé a acariciarle el morro. No tiene mucho mérito, parece ser que esos toros están bastante acostumbrados a la gente y son más mansos que la mamá de Bamby. Y finalmente recuerdo un puente que había casi al comienzo de ese pueblo galés y que crucé paseando muy a menudo. Era de piedra, con una robusta barandilla y tres o cuatro innecesarios a mi modo de ver por ser demasiado numerosos para el pequeño río del pueblo arcos redondeados. Meses después vino Vincent a devolverme la visita, ¡Dios Salve al inglés! Porque gracias a él mi hermano y yo comimos una mariscada de narices, que nos lo llevamos a Penyíscola y se puso morado de gambas. Claro que un inglés que se ponga de ese color en la playa no es nada del otro jueves.
Justo entonces visité también Suiza, pero esta vez fue con un Viaje de Fin de Curso del Colegio de curitas al que íbamos. Se fletaron tres autobuses para que se viese donde había pasta y fueron con nosotros un grupo de curas o profesores para acompañarnos. Personalmente “dormí” el viajecito que se acordó que debía ser por etapas: se tenía que llegar hasta Tortosa, Figueras, Marsella y finalmente Lausanne. Una vez llegamos, tenía tantas ganas de ir al baño y evidentemente no entendía ni francés, ni alemán, ni italiano que son las tres lenguas cooficiales allí, y al final me cagué encima, me limpié como pude y oculté el cuerpo del delito como si fuera un cánido. Al día siguiente finalmente ya pude limpiarme a gusto. No he dicho que los rácanos de los curas habían hecho el viaje por todo lo alto y derrochado a manos llenas en el transporte y en la planificación pero lo que era la estancia nos apelotonaron en un camping, de primera clase eso sí y con buenos accesos, pero camping al fin y al cabo. Tiendas para dormir rojas, azules y verdes que más parecía eso el Campamento Pitufo sin Pitufina naturalmente que no era aquello un Colegio Mixto. Otro día fuimos a recorrer el cercano lago Leman. Lo hicimos por medio de un ferry de esos a vapor todo acristalado y podías ver hacia todas partes por mucho frío que hiciese que lo hacía, pero es que creo recordar que antes en la orilla del lago había una especie de motoretas lentas para chicos que funcionaban con monedas de 1 Franco (unas 20 pelas al cambio de entonces), pero que lo hacía igualmente con 1 duro, las clásicas 5 pesetas. Me parece que el suizo que recogió las monedas de las máquinas en cuestión, abriría la cajita y ¡sorpresa! durillos hasta en el sobaco. Además nos desviamos a Friburgo por una carretera larga y estrecha que estaba toda nevada y allí fue donde compré el dichoso Reloj de Cuco que guardaba en el una habitación del chalet y que no tardó en estropearse.
El reloj de cuco sería algo parecido a este
¡Oh! me quedan las dos visitas fulgurantes que hicimos a Holanda. La primera fue con mi madre y fue con mi hermano en tren, creo que en Talgo. Recuerdo que era cuando estaba prohibido abortar en la Reserva Espiritual de Occidente y para hacerlo había que ir al extranjero, las “conversaciones” de nuestras compañeras de los asientos de delante en el tren eran para enmarcar o llevar al Sálvame ese. Ya atravesando Francia, donde mi madre quien hablaba francés como un nativo porque de joven había pasado unas vacaciones allí con una tal Françoise casi siempre se liaba a gritos con algún franchute por cualquier malentendido (ahí estoy con mi madre, los franceses pueden ser unos … mejor me callo) esa vez va y se mostró de lo más amable. El perrito de una francesita va y se meó por todo el departamento del tren y mi madre nos empujó a ayudar a secar los muchos charcos con el papel higiénico del vagón (no sé, en la casa de mi Tía en Valencia hay un nivel con una raya que pone “hasta aquí llegó la riada”, la del 57 claro, pues eso). La segunda vez que fui a Holanda fue un viaje en coche con toda la familia. Nos habían invitado a una semanita un cliente de mis padres, De Grout Van Putten (no sé si lo he escrito bien, porque aunque nadie se lo crea la mujer se llamaba algo como Lis Van Putten, quizá con dos “n” o dos “t” y el nombre tan solo sé que se pronunciaba así) a su casa residencial de Wassenaar cerca de La Haya, aunque lo cierto es que allí está todo cerca. Antes de llegar nos hicimos un lío de narices con el nombre de La Haya que no lo encontrábamos por ningún lado y que es la capital o al menos entonces lo era. Al final, preguntando nos dimos cuenta que habíamos tenido el nombre delante nuestro en carteles todo el rato, solo que escrito en lengua local naturalmente y en esa lengua La Haya es Den Haag. La casa que tenían en Wassenaar era grande de verdad, entre caminos cicloturistas y en un barrio que aquí muchos llamarían pijo y otros simplemente barrio “bien”. Eso sí a las comidas le añadían una especie de salsa que les daba un gusto como de almidón con lo que te estropeaban cualquier sabor, pero por lo demás eran la leche de agradables haciendo un esfuerzo inmenso por entender mi inglés o el francés de mi madre, el holandés que sabía algo de ese idioma porque lenguas extranjeras saben bastantes personas. En una escapada nos marchamos a ver los Polders, para descubrir como habían contenido los holandeses el agua del mar con esos diques y lo orgullosos que están al respecto. Marchando hacia la costa para ver esos diques, y para aprovechar el poco espacio que tienen vimos una avioneta que intentaba usar como rampa de despegue un puente sobre la Autovía. Y desde luego también les echamos la vista encima a algunos molinos, que eso más parecía La Mancha con Don Quijote asomando en el horizonte. Nuestra visita a los Polders la alargamos y nos dimos una vuelta por Amsterdam y como curiosidad por la zona donde puedes ver prostitutas en sus escaparates, muy edificante. Aunque lo cierto es que lo que más me gusto de Holanda fue nuestra visita a Rotterdam: sus casas altas y estrechas y sus canales, menos numerosos que los de Amsterdam que creo que le llaman “la Venecia del Norte” pero sí más íntimos, más que si estuviesen en un país del Sur lo aprovecharían los rateros. A Holanda ya no fuimos más, creo que dos veces está bastante bien cuando en una semana te lo ves prácticamente todo en un estado tan liliputiense. Solo hicimos una escapadita a París pero de ahí no pasamos. En el Norte, el carácter francés es ligeramente más agrio que el del Sur, así que a mi madre le tocaba reñir dialectalmente con alguno. Lo del carácter es fácilmente explicable, aparte del clima, del ambiente y de la lengua propia, el Sur – Languedoc y Provenza – no fueron siempre franceses, antes de aproximadamente el S. XIII no lo eran, eran un grupo de Condados cuyo Señor nominal estaba emparentado con el Rey de Francia, el Rey de Inglaterra, el Rey de Aragón y el Emperador de Alemania. Bueno volvamos a París. Una vez llegamos se nos estropeó el coche, un Chrysler larguirucho y de color canela y lo tuvimos que llevar a reparar a un taller de aquella Ciudad. Como no sabíamos lo que nos costaría la dichosa reparación hubimos de pasar de hacer grandes dispendios. Por eso mi madre compraba varias barras de pan y algo de paté también variado en un Centro Comercial y nos íbamos a comer al Bois de Boulogne. Cuando por fin llegamos al último día fuimos al taller y nos soltaron la “bomba”, el veredicto del mecánico francés fue categórico: “Monsieur, Madame joint de culasse” que es junta de culata, no sé qué narices es porque yo de mecánica soy un “0” patatero pero desde luego nos cobraron una barbaridad por la famosa “joint de culasse”. Solo que como afortunadamente nos quedaba dinero por habernos apretado el cinturón los días anteriores, el último pudimos cenar a lo grande y decidimos comer “pied de cochon”. A mi hermano le chorreaba la pata de cerdo por toda la cara en el Restaurante de lo a gusto que comía, y la francesa de al lado todo era mirarle y lanzar pequeños grititos al tiempo que decía algo así como “mon Dieu, le petit enfant mon Dieu le petit enfant …”. Al regresar a Valencia, y por mera curiosidad mi padre llevó el coche a un taller local, la “joint de culasse” resultó ser una simple mala conexión. Desde entonces París no solo le chirría a mi madre y para nosotros no vale una misa ni media.
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